Desde la década de 1940, la Revolución Verde ha resuelto varios problemas mundiales de suministro de alimentos. Sin embargo, también ha dado lugar a graves problemas sociales y medioambientales: esto impulsó el movimiento de la agricultura sostenible en la década de 1970. A continuación presentaré por qué considero que la política moderna de desarrollo agrícola aún no ha aprendido de los errores del pasado.
En 1970, durante la conferencia anual de economistas agrícolas de Estados Unidos, un conocido académico llamado Walter Falcon presentó una ponencia en un panel titulado «La Revolución Verde: Problemas de segunda generación» (The Green Revolution: Second-generation problems). El documento era una respuesta a lo que denominó «la reciente avalancha de literatura» sobre la Revolución.
A partir de mediados delsiglo XX, la Revolución Verde permitió un enorme aumento de la producción de granos alimenticios (especialmente trigo y arroz) mediante nuevas variedades de cereales de alto rendimiento… pero no vino sin sus problemas.
La presentación de Falcon hizo un riguroso recuento de lo que él consideraba los éxitos y fracasos de la Revolución. Su análisis es interesante porque no estaba estructurado como un balance general para señalar lo que funcionó y lo que no. En su lugar, presentó una secuencia temporal de tres «generaciones» de la Revolución.
Consideró la primera generación, caracterizada por el desarrollo de variedades de cereales de alto rendimiento, un éxito rotundo. Sin embargo, la segunda generación se caracterizó por problemas. Entre estos problemas se encontraban el retraso en el flujo normal de transporte, problemas de comercialización y unas subvenciones públicas inadecuadas. Falcon argumentaba que, si bien estos problemas eran sustanciales, no dejaban de ser asuntos que los economistas conocían y, por lo tanto, podían solucionar.
En cambio, los problemas de tercera generación habían recibido poca atención por parte de los economistas agrarios y podían resultar muy difíciles de resolver. Entre estos problemas figuraban el desempleo, la creciente desigualdad de ingresos y el desigual impacto regional de la tecnología de la Revolución.
Falcon abogó por cambios políticos para distribuir más equitativamente los beneficios de la tecnología y ayudar sobre todo a los pequeños agricultores. Reconoció que la economía agraria tenía poco que ofrecer en cuanto a medidas eficaces.
Falcon concluyó que la Revolución Verde solo había proporcionado una «solución tecnológica limitada» que no era la panacea para los graves problemas sociales que había desatado.
Preocupación por los aumentos a corto plazo
Aunque Falcon no aclaró la razón por la cual surgieron la segunda y la tercera generación de problemas, es significativo que haya ideado los tres tipos de problemas como una secuencia temporal, dando a entender que los problemas posteriores habían surgido a partir de los anteriores.
Señaló que la segunda generación de problemas había surgido debido a una «preocupación por la producción» durante la primera fase de la Revolución. Aunque no dio más información, otros participantes en la conferencia se pronunciaron con más detalle. En el análisis que siguió a la ponencia, un comentarista señaló que los que habían cultivado variedades de arroz de alto rendimiento «no consideraron las complejidades del entorno físico y socioeconómico… El objetivo de la investigación se consideraba en gran medida aumentar el rendimiento del arroz… mediante el método más expeditivo».
Los asesores del Programa Agrícola Mexicano de la Fundación Rockefeller durante la década de 1940 habían adoptado el mismo punto de vista: el principal objetivo del Programa debía ser aumentar el suministro de alimentos «lo más rápidamente posible». Años más tarde, cuando le preguntaron por los disturbios políticos que se produjeron en la India tras la introducción de sus nuevas variedades de trigo, el cultivador Norman Borlaug respondió: «En aquel momento no me preocupaba lo más mínimo la equidad… Solo quería provocar un shock [mediante aumentos de rendimiento muy grandes]».
En efecto, así se evidenciaba la «preocupación» a la que se había referido Falcon. Además, dado que Falcon había admitido que los economistas agrarios ya conocían los problemas de la segunda generación, su decisión de centrarse exclusivamente en el aumento de los rendimientos fue evidentemente una elección consciente.
Pero, ¿qué podemos decir sobre los problemas de tercera generación? Falcon afirmaba que era la primera vez que los economistas veían estos problemas y, por implicación, no podían haber sido previstos. Otro comentarista del panel se mostró de acuerdo, afirmando que «…no tenemos suficiente formación y antecedentes para emprender investigaciones sobre algunas de las cuestiones socioeconómicas básicas de los países en desarrollo».
Pero no todos los economistas estaban dispuestos a excusar la profesión. Por ejemplo, un año antes, Clifford Wharton había argumentado que el aumento de la producción «provocaría automáticamente un nuevo conjunto [de problemas políticos y de marketing]». Y, como he expuesto en otros artículos, una amplia gama de problemas de tercera generación (incluido el impacto perjudicial de la agricultura de altos insumos sobre el medio ambiente) ya habían sido reconocidos como objeto de preocupación en las décadas de 1920 y 1930.
Por lo tanto, hay poca base para afirmar que no se podían haber previsto las repercusiones sociales y medioambientales de la Revolución Verde. En cambio, parecen haber sido ignorados.
El costo de ignorar las consecuencias a largo plazo
Además de su exposición directa sobre las dificultades a las que se enfrentaban los Revolucionarios Verdes hacia 1970, el informe de Falcon es interesante porque revela inadvertidamente la mentalidad de los impulsores de la Revolución. A saber, su elección de centrarse en un pequeño número de problemas relativamente sencillos de resolver que prometían el éxito a corto plazo y dejar los graves problemas sociales y medioambientales, muchos de ellos predecibles, para más adelante.
Sin embargo, el costo de ignorar estas consecuencias a largo plazo es cada vez más evidente. Recientemente, el director de Prácticas Agrícolas del Banco Mundial señaló que, aunque el valor de la producción mundial de alimentos es de unos ocho billones de dólares, los costos de esa producción (por ejemplo, problemas de nutrición, pérdida y desperdicio de alimentos, emisiones de gases de efecto invernadero) son de al menos seis billones (sin tener en cuenta las pérdidas de los ecosistemas ni las subvenciones públicas a los agricultores). Estos costos, sugirió, simplemente no valen la pena.
Los analistas económicos suelen llamar la atención sobre las consecuencias perjudiciales del pensamiento a corto plazo en el mundo financiero (por ejemplo, ejecutivos de empresas más preocupados por mantener el precio de las acciones que por invertir en la empresa). Quienes observan la escena política también critican la perspectiva a corto plazo de los gobiernos que resultan en problemas a largo plazo que quedan sin abordar.
Uno quisiera pensar que los responsables de las políticas de desarrollo agrario se preocuparían con la misma intensidad por estos problemas. Sin embargo, a pesar de las frecuentes alusiones a la «sostenibilidad» y a la importancia de abordar las necesidades de los pequeños agricultores, las reiteradas referencias en los debates políticos al «cierre de brechas de rendimiento» y las promesas de nuevas «ganancias de productividad» sugieren que el cortoplacismo está vivo y coleando.